Por: Elespectador.com
A MÁS TARDAR EL 17 DE ESTE MES LA Corte Constitucional decidirá si Colombia aceptará o no el matrimonio entre parejas del mismo sexo
Hasta ahora el alto tribunal ha logrado blindar a este grupo minoritario de un Congreso adverso que en seis ocasiones ha hundido proyectos de ley que buscaban la igualdad de derechos. Sin embargo, aunque ha ofrecido protección, la Corte no ha logrado liberar a los homosexuales del lastre de una ciudadanía de segunda categoría que reproduce siglos de discriminación y maltrato. Las parejas del mismo sexo pueden acceder a derechos patrimoniales, compartir beneficios de salud y pensiones, legalizar su unión ante el Estado a pesar de la renuencia de algunos notarios, pero, todavía hoy no pueden casarse. Esta imposibilidad, además de las restricciones prácticas que representa, tiene consecuencias simbólicas nefastas. Legislaciones paralelas generan poblaciones paralelas y con ellas la idea de que los “diferentes” sólo pueden merecer normativas diferentes o, mejor, limitadas, para que coincidan con lo “limitado” de su condición.
Este ridículo prejuicio, que en regiones como Nigeria, Somalia e Irán significa la pena de muerte, ha sido superado en países como Canadá, España y Portugal. En Latinoamérica, aunque más lento, el respeto por la orientación sexual también ha ganado su espacio. Sin embargo, aunque México y Argentina han sentado valiosos precedentes, países como Chile bien podrían dejar de lado su Carta y adscribirse al Estado Vaticano. En 2004 en ese país, Karen Atalaya, abogada y jueza abiertamente lesbiana, perdió la custodia de sus hijas por razón de su orientación sexual. La Corte Suprema chilena, después de una demanda de su ex marido, argumentó que “la eventual confusión que puede producírseles (a los niñas) por la carencia de un padre de sexo masculino y su reemplazo por otra persona del género femenino, configura una situación de riesgo para su desarrollo integral, situación respecto de la cual deben ser protegidas”. Este año, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) concluyó que los derechos de la jueza Atalaya fueron violados y urgió al Estado devolverle su cuidado. El Gobierno continúa en discusiones.
Este caso concreto refleja un prejuicio aún más generalizado que el rechazo a la homosexualidad: los niños no merecen el destino de tener padres del mismo sexo. No obstante, a pesar del estigma, muchos homosexuales tienen o adoptan hijos como individuales y viven como todos los demás en el país. Sus hijos, sin embargo, pese a que no sufren de trastornos sicológicos, cargan con el peso de la desigualdad de derechos. En caso de que el padre que tenga la custodia fallezca, el menor queda, a pesar de tener quien lo quiera y lo proteja, en manos ajenas. Frente a esta ridícula situación, la Corte tuvo oportunidad de pronunciarse el año pasado cuando una pareja de lesbianas quiso adoptar la hija biológica de una de ellas. “Le estamos pidiendo al Estado que nos dé la oportunidad a ambas de responder por la niña. No estamos pidiendo ningún privilegio”, insistió una de las madres. El alto tribunal se abstuvo de pronunciarse. La tutela sigue pendiente.
Entre silencios, entonces, los homosexuales siguen a la espera de que se les reconozcan sus derechos plenos. Ojalá la Corte entienda que tal espera no tiene sentido. Es bien sabido que los homosexuales conquistarán eventualmente la igualdad que les corresponde. Sin embargo, el tiempo cuesta. Cada año de demora es un año más de desconocimiento que entristece la vida de muchos. Ninguna sociedad debería poder segregar a sus miembros de esa manera. Pero lo hace. Y peor aún: lo hace amparada por sus normas.
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